domingo, octubre 23, 2011

YO, TORO


YO, TORO

Quiero narrar el absurdo de este juego perverso del que he sido objeto, quiero dejar un testimonio de esta asimétrica lid. Quiero contarles lo que me ha sucedido en una tarde de domingo en Madrid.
Éramos más de seis, cada uno en su corral esperando su vuelta. Yo fui el segundo, después de mi amigo, el más bravo de los toritos bravos, y no supe de su suerte. Luego tocó mi turno. Después de cruzar el mismo estrecho pasadizo que él recorriera antes de verlo por última vez, se me abrió una portezuela, y salí a la arena sin saber a qué. Me encontré solo en ese extraño campo. El olor a sangre de toro bravo me hizo retroceder. En ese instante quise huir, sentí miedo, pero la portezuela ya estaba cerrada y no me quedó más que correr hacia adelante. Tres capas brillantes se sacudían burlonas llamándome, provocándome y yo, ciego de ira y miedo, arremetí contra ellas. Una y otra vez me llamaban y luego se escondían tras la cerca de madera.
Debo aclarar que soy de Sevilla, hijo de la vaca más fuerte y más buena: la Luminosa, y por eso y por el honor taurino, sé que debo luchar aunque no quiera.
Era aquél un juego enfermo, me llamaban y se escondían. Yo sin saber que querían de mí. De pronto sonaron trompetas y una visión fantasmagórica se reveló ante mis ojos. Dos caballos bien protegidos con acolchados, vista vendada y montados por sus jinetes lanza en riestra, dieron la vuelta a paso cansino. Desconcertado me dirigí a uno de los caballos y lo corneé por el costado que se me dejaba ver, enganché mis cuernos en el acolchado que lo vestía y lo sentí resistir, forcejeaba yo para derribarlo, pero no cedía. En eso estaba cuando sentí un puntazo que rasgó la piel de mi lomo. Pude oler mi propia sangre y me enfurecí.
Las capas continuaron provocándome y así me separaron del caballo. Los humanos en sus graderías gritaban vítores para mi enemigo, que ni siquiera era tal, porque yo no quería lidiar.
Nuevas trompetas y nuevos gritos alentando al enemigo. Yo estaba solo contra ese universo de gladiadores. Desde el centro de la arena me llamó otro hombre, acudí sobreponiéndome al dolor. Cuando lo tenía casi en mis fauces, clavó cobardemente dos banderillas en mi lomo ya herido.



Me sentía cansado y sudoroso, la sangre me brotaba. Y luego otro hizo lo mismo y después otro, de manera que en total tenía yo seis banderillas clavadas.

El olor de mi sangre y la del toro anterior, mi amigo, se confundieron en el aire. Presentí mi final, pero no me di por vencido. Me costaba respirar, más bien resollaba y no pude contener la orina. Me vacié.

Pensé que todo terminaba, pero no. Sonaron nuevas trompetas y escuché los gritos desde las graderías. El sol estaba más suave, pero el calor no cedía. Un altivo torero, vanagloriándose en el centro de la arena, saludaba fanfarroneando con su bonete en la mano. Me llamó con su capa roja y yo arremetí contra ella. La vista se me nubló ante tanta cobardía y saqué fuerzas de mi agonía para enfrentar a ese señor.


Con traje de luces vestido, él me mostraba la capa y luego me la escondía. Bruto como soy no podía entender que quería él de mí. Diez, quince veces me provocó, hasta llegó a hincarse a poca distancia mía y me tocó la frente, aquí, entremedio de mis cuernos, como para mostrar su poderío, como para humillarme mejor. Yo jadeaba y sudaba; las fuerzas me faltaron, el orín y la sangre se confundieron en la arena. Esperé que se jactara saludando al público que gritaba a rabiar desde las gradas, entonces él me mostró su espalda y como una última jugada le corneé el trasero, lo arrastré unos metros hasta que vinieron ellos, los de la capa fucsia y me lo quitaron. Se levantó dolorido, lo perdí de vista, mas luego volvió con mayores bríos. Me hizo un par de verónicas y la gente gritó “olé”. Sacó una espada, me miró fijamente, directo a mi frente, al punto que hacía un rato me tocara con su mano jactándose de su dominio. En ese momento su rostro se transformó, ese gesto tan soberbio: alargó el mentón y los labios, exorbitó sus ojos para asustarme.


Él estaba entero; yo, en agonía. Era un gallardo torero, un invencible, un intocado y yo le había herido.
Ahora es fácil, cobarde, pensé, ahora me clavarás la espada en el lomo y atravesarás mi corazón. Pero te esquivo y me muevo para que erres. La muerte me anda buscando y yo le voy escapando. Y ya viene con su capa y me mareo, ya viene con ayudantes porque son cuatro contra este toro herido y cansado. Silencio en la arena y él… me mira furioso. Yo ya no siento ira ni ganas de defenderme. Solo quiero que esto termine luego. Trato de sostenerme en mis cuatro patas cuando me da nuevamente con la espada, entonces, se me doblan las delanteras. Caigo. Oigo gritos desde las gradas. Aun jadeo, ellos me miran pero yo ya no los veo. Alguien, uno de ellos, me da con un punzón certero en el cuello y muero… muero. La gente grita y aplaude, suenan trompetas para el final de este toro bravo que ha nacido en Sevilla.
Tres mulas vienen a despejar la arena. A retirar este cuerpo que creen muerto. Tres mulas muy adornadas me van sacando por la arena. ¡Necesitan la fuerza de tres mulas nada menos, para arrastrar el cuerpo de este toro que con un asta levanta polvo marcando un surco en el suelo! Aun siento el olor de la sangre. Sangre de toros bravos, ¡Mi propia sangre! Sangre y arena. Los gritos se me van apagando, el sol se me ha vuelto negro. Ya no hay capas ni trompetas, ni banderillas infames ni voces huecas.
Al torero que me ha matado le han dado un trofeo. Al menos, el que me quita la vida es un gallardo torero. Se retira con mi oreja. Yo, mi vida he dejado en la arena. Antes de que todo termine, antes de que el telón de mi vida se cierre, veo a mi madre la Luminosa… y sus ojos buenos.



MARITZA BARRETO
Madrid, octubre 2011

domingo, febrero 06, 2011

LEA ESTE CUENTO DE AMATISTA

EL PARAGUA ABANDONADO
Cuento infantil, pero no tanto
de Maritza Barreto



EL PARAGUA

En un hermoso lugar llamado Ciudad Jardín, habitaba un anciano que fabricaba paraguas. Los hacía de formas y colores diferentes y no los entregaba al mundo sin antes darles una misión: “tú servirás de accesorio, tú cubrirás a un joven, tú adornaras un escaparate, tú…” ¡en fin! A cada uno lo uncía con un mandato, el que era recibido con orgullo por cada paragua. Quiso el fabricante que uno de sus paraguas fuese especial y así concibió a uno que resultó ser más grande y fuerte que los demás. Al terminar de hacerlo, el mismo fabricante se sorprendió de su obra y, como a todos, le otorgó su mandato, previo a entregarlo al mundo: “tú servirás a una gran familia”.

Hay que aclarar que la Ciudad Jardín está dividida de norte a sur por una arteria llamada Avenida Libertad, hacia un costado de ella se encuentra la parte Oriente, por donde nace el sol cada día; del otro lado, por donde el sol se esconde, se halla, lo que llaman el Poniente. Precisamente en este costado, vivía la familia Sharted, con la que nuestro paragua debería cumplir su misión, pues ellos lo adquirieron.
Por muchos años brindó protección a las mujeres, hombres niñas y niños de esa familia y lo hizo bien, incluso solían pedirlo prestado de otros grupos familiares, porque en realidad, el paragua había sido confeccionado de material firme y resistente.


LA NIÑA

En el otro extremo de la ciudad, en la parte Oriente, vivía a la intemperie, una niña desamparada, a quien le gustaba escribir poemas y vagar, pero como no tenía forma de refugiarse del agua y de la nieve, su vida le era muy difícil.
Entretanto había pasado el tiempo y en el lado Poniente de Ciudad Jardín el paragua de los Sharted continuaba sirviendo a su familia, hasta que empezó a caer en desuso y aparecieron nuevas formas de protegerse del mal clima, así es que poco a poco, nuestro paragua fue quedando abandonado. Un buen día, alguien determinó que ya no servía para nada y lo dejaron abandonado en un tacho de basura en una esquina cualquiera del barrio. “Que cruel es la vida” pensó el paragüita “mientras era joven, bello y fuerte todos me querían, ahora me abandonan en un basurero”. Allí pasó algunos días esperando al camión municipal que lo llevaría al vertedor público donde sería enterrado definitivamente junto a todos los desperdicios de la ciudad. Le dolían las varillas y sentía la piel de su tela arrugada y sucia. Ya estaba resignado a su suerte.
Esa mañana, la niña del Oriente quiso atravesar la Avenida Libertad. Caminó y caminó hasta cruzar el límite con el Poniente. Llevaba como siempre, poemas para regalar. Muy pronto llegó a la esquina en la que se hallaba el tacho con basura y cuál no sería su sorpresa cuando al mirar en él… descubre al paragüita abandonado. “¡qué hermoso paraguas!” dijo “¡qué varillas fuertes y que tela firme!” y sin pensarlo dos veces lo levantó del tacho en el preciso momento que llegaba el camión municipal para llevarse la basura.
El paragua desarticulado no podía creer lo que le estaba sucediendo. “¿de veras niña, tú crees que aún puedo servir para algo, así, viejo y desarticulado como estoy, con mi piel de tela arrugada y ya sin gracia?” “¡Qué dices paragua!” respondió sorprendida la niña “Quién te ha dicho tales cosas! Si me dejas te llevaré conmigo y verás que bien nos acompañaremos tu y yo”. “No creo poder” dijo el paragua que había perdido la fe en sí mismo.


La niña sacó de su bolso un papelito que había escrito esa mañana antes de partir de viaje, carraspeó y mirando a los transeúntes que por allí pasaban, lo leyó en voz alta:

No lo ha intentado

Nunca lo ha intentado
Entonces ¡¿cómo lo va a lograr?!
Si ni siquiera lo ha intentado
No se lo ha propuesto -yo creo-
No lo tiene en mente
Entonces, nunca lo va a lograr
Porque si lo hubiera intentado,
Aunque fuera mínimamente
Algo ¡algo se hubiera notado!
Pero como no lo ha intentado…
Pero ¡claro! Es que… no está en su voluntad conseguirlo, por eso…
No lo ha intentado.
¡Pst! ¡No se le mueve ni una varilla!
¿Para qué? Si así está bien
No le molesta
Entonces no tiene ninguna intención.
Nooo ¡No! No, no
No hay intención –yo creo-
Por eso es que no lo ha intentado
Y no es que yo no lo crea,
Es que si ha pasado tanto tiempo y no lo ha logrado es porque…
Es porque no lo ha intentado
No, no.
A mí no me cuenten cuentos:
Si no lo ha logrado
Es porque…
No lo ha intentado y es una lástima ¿eh?
¡Porque si hubiera hecho el mínimo esfuerzo!
Ya, algo hubiera logrado
Pero, como aún no lo ha intentado…

La gente se detuvo a escuchar y cada uno, en su fuero interno pensó qué era aquello que nunca había intentado y que sin embargo era su propio deseo. Al terminar de leer, la niña vio dispersarse al público que la premió con algunas monedas. Cada uno se fue reflexionando… Pero ¿el paragua?
El paragua sintió que también debía intentarlo, movió sus articulaciones y vio que sus varillas estaban aún fuertes y funcionaban perfectamente, sacudió su tela, apareció su piel renovada, firme. Emtonces, se sintió rejuvenecer y de un brinco se acurrucó en el hombro de la niña.




El paragüita que antes había sido abandonado, estaba ahora muy contento con la ternura de la niña del Oriente. Juntos viajaron por el mundo repartiendo poemas y fueron muy felices.