Estaba sentado cómodamente en la butaca del autobús y esa sensación post almuerzo se iba apoderando de mí. Las sensaciones que invadían mi cuerpo ya son placenteras por si solas: comodidad, relajación, calidez por los rayos del sol, despreocupación… En ese momento no podía pedir más, aunque muchos pensaréis que poco estaba recibiendo. Entonces me percaté de mi situación privilegiada, de mi butaca de honor frente a uno de los espectáculos más increíbles que se pueden apreciar en nuestras tierras: el bosque otoñal. Ante mi se extendían hectáreas y hectáreas de colinas rebosantes de encinas, pinos, robles, hayedos… El espectáculo seguía y seguía hasta donde la vista ya no podía alcanzar y yo miraba en todas direcciones en un intento vano de captar la grandeza del momento que se me estaba ofreciendo. Las secuencias de verdes, ocres y marrones combinados al son de un intenso sol otoñal pintaban un intenso lienzo infinito, que me hacía sentir incapaz de captar tanta belleza. Las circunstancias me superaban y en realidad no hacía más que yacer sentado en una butaca de un autobús mirando por la ventana. Pero entonces lo sentí. Cuando todos mis sentidos sospechaban que estaba llegando a un punto de irracionalidad, a un punto de algidez espiritual absoluta, éste llegó: el inacabable mar de árboles que ante mí ondeaba conjugó todas sus hojas e hizo que la multitud de rayos del sol reflejados en ellas cogieran, al unísono, una sola dirección: mi corazón. No sabría describir con precisión qué calidez sentí ni en qué cantidad, solo puedo decir que desbordó mi espíritu. La naturaleza me ofreció un regalo al cual no sabía dar respuesta, quería abarcarlo todo, quería hacérselo saber y ella me mandó un rayo. Un rayo que golpeó con incandescencia en mi corazón, un rayo que consiguió evaporar las pestilentes aguas estancadas de mi alma y las empujó al exterior, las condensó en mis ojos y las derramó para que no volvieran. Me sentí puro y renovado, me sentí en armonía con ella y conmigo mismo, y sobretodo me sentí agradecido por su generosidad. Me despedí de ella, volví la cabeza y me sumergí de nuevo en el baile de la inconciencia.
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